Cuando acabé mi formación universitaria y empecé a trabajar en una conocida empresa metalúrgica que producía bienes de equipo, mi primer cometido estaba circunscrito al área de producción. Mientras desarrollaba una de las funciones que tenía asignadas ligada a la planificación y a la organización del trabajo, me di cuenta de que en la universidad apenas había adquirido conocimientos con respecto al puesto que estaba desempeñando.
En su primer momento, las Escuelas de negocio surgieron para suplir las carencias formativas de la formación tradicional, respondiendo a la exigencia del mundo empresarial, que lo exigía a gritos. Para ello fue necesario crear un contexto totalmente alejado del mundo universitario, donde el alumno se limitaba a tomar apuntes, mientras que el profesor o catedrático era el “santa sanctórum” dentro del aula.
Era preciso crear otro contexto con un ambiente de debate y de reflexión donde el alumno tuviera un papel bastante más relevante y el profesor adquiriera un papel mucho más plano, aunque siguiera teniendo autoridad como para discernir lo bueno de lo malo, lo útil de lo inútil, pudiendo dictar sentencia cuando fuera necesario
Para ello fue necesario construir una realidad mucho más cercana al mundo laboral, donde los errores y los aprendizajes supusieran unos costes contenidos. No era lo mismo equivocarte en un aula con tus compañeros que hacerlo en la empresa, donde ese error podía acarrear muchos perjuicios.
El primer requisito era que el profesional y futuro alumno reconociera su falta de competencia en aquello para lo que se le iba a formar. La segunda condición consistía en dejar atrás la mentalidad de “alumno universitario”. Se necesitaban personas que ya tuvieran instalado en su mente el chip del “profesional”. Los paradigmas de supeditación al profesor y/o catedrático debían estar absolutamente erradicados de su mente. El tercer y último requerimiento, era que el futuro alumno debía tener una actitud absolutamente abierta hacia la formación, con la humildad, honestidad y determinación necesarias para abandonar las creencias que pudieran dificultar su aprendizaje. Con estos mimbres y bajo estas premisas, las primeras Escuelas de negocio en este país empezaron a rodar allá por los años 70. Todo esto iba acompañado por un nivel de exigencia acorde a estos principios, de manera que no era raro llegar a ver que, en determinados programas, hasta el 30% del alumnado había sido “invitado” a abandonar el Master cuando el director del mismo se percataba de que el alumno no estaba por la labor de cumplir con los requisitos señalados. Por otra parte, el profesorado estaba sometido también a un nivel de exigencia acorde con estos postulados, de forma que quienes querían trabajar en las Escuelas no solo debían poseer una trayectoria profesional contrastada, sino que estaban obligados a escribir varios casos sustentados en sus propias experiencias profesionales, casos que luego tenían que ser analizados por los responsables institucionales y pasar el corte de calidad docente exigida. Posteriormente, se le pedía al futuro docente la defensa y exposición de los mismos ante una especie de tribunal, a fin de que demostrara no lo solo la idoneidad del mismo, sino su conocimiento y desenvoltura en la materia. Si superaba ese corte, se sometía a un periodo de formación en donde se le enseñaba a enseñar, recibiendo una formación muy práctica que luego él tenía que ser capaz de exponer ante sus compañeros y docentes. Si pasaba esta etapa, la siguiente criba tenía como fin saber cómo se comportaba en un ambiente real de docencia, para lo cual se le asignaba un módulo formativo de 4 horas en el que tenía que exponer y enseñar una materia. Esa prueba permitía a los responsables del Master tener un feedback fidedigno de la calidad del aspirante como docente. Esa prueba permitía a los responsables del Master tener un feedback fidedigno de la calidad del aspirante como docente. Esto se hacía consultando a determinados alumnos previamente seleccionados, de los que se tenía constancia de su objetividad e interés, sobre la calidad del aspirante a docente. Si la valoración obtenida era claramente positiva, el aspirante era considerado docente de pleno derecho y formaba parte del denominado “Claustro de profesores”. Así es como empecé a formar parte del mismo en 3 de las más exitosas Escuelas de Negocio de la Comunidad Valenciana hacia finales de la década de los 90. Los Masters eran evaluados por los alumnos como programa formativo en su conjunto, de forma mensual o incluso trimestral (en alguno de los casos), aunque el Director del Programa solía tener asiduamente charlas distendidas con determinados alumnos referentes, obteniendo de ellos una información que le permitía saber si el profesorado estaba a la altura de lo que se esperaba del programa formativo. Sin embargo, a principios de los 2000, aparecen signos de tensión tanto en las aulas como en las propias Escuelas, quienes se dieron cuenta del nicho de mercado que suponían los Masters, los cuales proporcionaban unas ganancias muy considerables. De esta forma, se empieza a ver al alumno no solo como alguien que hay que formar, sino también como una fuente de ingresos. Igualmente, el alumno empieza a exigir porque es él quien paga y como consecuencia de ello, comienzan a aparecer también las evaluaciones al profesorado. Esta medida coincidió con una mayor exigencia por parte del cuerpo docente al alumnado. De forma que la evaluación pasó de ser una mera evaluación final del alumno en cada uno de los bloques que se componía el Master, a una evaluación mucho más exigente. Así, abarcaba aspectos como la asistencia, los casos debatidos en las aulas y el respectivo caso de evaluación final de la asignatura correspondiente. Además, a esa evaluación se le añadían también aspectos actitudinales y de comportamiento, de forma que se permitiera tener una visión más completa del alumno en cuestión en cada uno de los Masters. Esto como principio era aceptable. Sin embargo, solía presentar muchos problemas en la práctica porque obligaba a enfrentarse de hecho a dos factores contrapuestos: el alumno como fuente de ingresos y el alumno como ser evaluable. Esto como principio era aceptable, pero en la práctica solía presentar muchos problemas porque obligaba a enfrentarse de hecho a dos factores contrapuestos: El alumno como fuente de ingresos y el alumno como ser evaluable. El resultado era y lo sigue siendo que muchos docentes se encontraban en medio de un fuego cruzado entre ambos intereses, eligiendo en muchos casos, el convertirse en buscadores del aplauso del aula más que estimuladores del interés por aprender, y alejándose con ello del axioma del buen maestro que dice así: “Me preocupa que tengan siempre presente que enseñar quiere decir mostrar, mostrar no es adoctrinar, es dar información, pero enseñando también, el método para razonar y cuestionar esa información. En mis más de 20 años como docente en programas Master Executive, he planteado en numerosas ocasiones a los respectivos Directores de los susodichos programas, la necesidad de medidas disciplinarias de diverso alcance a determinados alumnos que por su actitud, comportamiento, ejemplo, o falta de respeto, necesitaban un revulsivo, cuando no, su expulsión del programa. En ningún caso se hizo nada al respecto, porque como muy bien me dijo uno de esos Directores de Programa: — ¡Quico, no te olvides que esa clase que la conforman 28 alumnos, permiten unos ingresos cercanos al Millón de euros y como esa clase hay 5 más! Lo cierto es que esa realidad no permitía ver otra que caminaba pareja a ella y esta era que solamente el 30 o 40% del alumnado estaba dispuesto a aprender, a tener una actitud de aprendiz, mientras que el resto (60-70%) iban solamente para obtener el título, haciendo para ello lo mínimo exigible. Esta pregunta podía tener varias respuestas; podía ser el propio alumno, bien porque necesitara el titulo para promoción interna, bien para engrosar su currículo o bien simplemente porque quería ser más competente en determinadas áreas. La matrícula podía ser pagada también por la propia empresa donde el alumno estaba trabajando, bien porque formase parte de un Plan de Carrera del mismo, bien porque el alumno lo había solicitado de cara a mejorar sus competencias profesionales a cambio de otras contraprestaciones como unos determinados años de permanencia en la compañía u otros factores. Asimismo, la otra respuesta que solía aparecer era que el Master estaba pagado por los padres del alumno, simplemente porque este todavía no tenía los suficientes recursos como para permitirse abordar dicho proyecto. Estas respuestas condicionaban el interés real del alumno en la mayoría de los casos, como muy bien podemos deducir a poco que seamos medianamente avispados. Con respecto a la disposición de aprendizaje, quiero hacer una reflexión. Entiendo como disposición de aprendizaje a un estado que predispone a estar receptivo a nuevos planteamientos y a cuestionarse los que en ese momento dominen el proceder actual de cada uno. Recuerdo que cuando hice el MBA a mediados de los años 70, tuve un excelente profesor que se llamaba Ruiz Duran y que impartía “Planificación estratégica de la empresa”. En ella empezamos a trabajar en el aula bajo la reciente (por entonces) metodología del caso, que consistía–a modo de resumen- en sumergirnos en una situación real vivida en una empresa a fin de debatir sobre ella, y con ello indagar posibles soluciones que en la misma se pudiesen aplicar. Según su entender, nos contó que esa metodología nos permitía conocer y debatir sobre una situación real vivida en una compañía, también nos permitía aprender a trabajar en equipo, a escucharnos y un largo etcétera de cuestiones ampliamente aplicables al terreno profesional. Sin embargo, lo que realmente buscaba esa metodología es que al final de la clase saliéramos por la puerta del aula diciéndonos en nuestro interior: ¡qué burro he sido! Para el profesor ese diálogo interno tenía un valor máximo porque permitía al alumno contrastar su propio planteamiento de solución ante el problema con los planteamientos de sus compañeros. De esta esta manera, este proceso le había permitido al alumno escuchar a otros estudiantes y enriquecerse con los planteamientos de estos (siempre que tuviera la suficiente humildad para aceptar la validez de lo expuesto por el resto). Y esa actitud humilde ante las soluciones de los demás era según el profesor la mayor fuente de sabiduría, el principio del verdadero aprendizaje. Recuerdo una situación que viví dando clase en el módulo de Producción del MBA Executive en Esic Valencia. Al final del módulo había que resolver un caso en el que se plasmaba una situación en una empresa que tenía serios problemas de producción que le impedían servir los pedidos que tenía en cartera. Se le pedía al alumno que analizara la situación como CEO de esa empresa, que hiciera un planteamiento que permitiera resolver los problemas y, sobre todo, que realizara un plan de cómo exponérselo al dueño de la empresa, que es quien le había contratado para resolver esta problemática. Este caso era evaluable y tenía que ser resuelto a título individual. Recuerdo especialmente a un alumno, que en ese momento era el Director de Producción de una conocida compañía valenciana que hizo un planteamiento como director de producción (que es lo que realmente él era), sin considerar otros aspectos relacionados con las finanzas, con el área comercial o de personal, que también influían en dicha situación, planteando un plan de acción repleto de términos técnicos difícilmente entendibles, amén de un sin fin de anglicismos y demás términos desconocidos para cualquiera que no fuera un experto en la materia, y todo ello aderezado por un olvido clamoroso del planteamiento al dueño que es quien le había contratado. Al no superar el corte establecido para el trabajo, solicitó una revisión del mismo. En dicha revisión le argumenté que:
Traten de dejar sus posiciones en el pasillo antes de entrar en el aula. No impongan y no busquen que los alumnos estudien de memoria, eso no sirve, lo que se mejora por la fuerza es rechazado y en poco tiempo se olvida. Ningún alumno será mejor por saber de memoria el año tal o cual formula o método.
Hay una misión, o un mandato que quiero que cumplan. Es una misión que nadie les ha encomendado pero que yo espero que ustedes como maestros se la impongan a sí mismos.
“Despierten en los alumnos la consciencia y responsabilidad por la lucidez sin límites”.
Estos números estaban estrechamente relacionados con otros factores que tenían que ver con responder a una pregunta muy simple: ¿Quién pagaba la matricula del alumno? …
No hubo forma que abandonara su paradigma de Director de Producción, por lo que quedó constatada que su disposición a aprender algo nuevo (que él estaba claro que no sabía) era absolutamente nula.
Igualmente, recuerdo otra situación vivida. En un MBA desarrollamos una experiencia sobre lo que significaba trabajar en equipo, para lo cual y una vez explicados los conceptos básicos al respecto de la prueba, pasamos a desarrollar la misma en varias etapas con 4 alumnos voluntarios. La prueba, que solo se podía superar haciendo un excelente trabajo en equipo, consistía en sincronizar una serie de acciones entre los voluntarios a lo largo de las 4 etapas. Si conseguían la adecuada sincronización, conseguían mantener un equilibrio corporal y, con ello, superar la prueba.
Cuando finalizó la misma, debatimos las observaciones y aprendizajes efectuados tanto por los implicados como por los espectadores. Las aportaciones fueron muy enriquecedoras e instructivas. Sin embargo, cuando uno de los alumnos tuvo que hacer su aportación, manifestó que “él no había pagado la matrícula de un Master por ver hacer juegos malabares más propios de un circo que de una escuela de negocios”. La reflexión que le expusimos entre todos fue que para efectuar un buen trabajo en equipo es evidente que hay una metodología y pasos que hay que respetar y tener en cuenta. Sin embargo, hay también un fuerte componente de emocionalidad que hay que saber manejar a fin de mantenerse en los retos. No obstante, esta persona se mostró en todo momento obcecado y cerrado ante todo lo que tuviera que ver con la parte emocional en la gestión de equipos, simplemente no estaba dispuesto a escucharlo, ni por supuesto a aprenderlo.
Estos ejemplos nos llevan a la situación que anteriormente he expuesto: ¿Cómo resolver la ecuación entre exigencia hacia al alumno y ver a los alumnos como fuente de ingresos?
Evidentemente, las Escuelas de Negocios han evolucionado a lo largo de los años por la necesidad imperiosa de ponerse a la par con la sociedad actual en la que se tienen que mover. Lo que no tengo tan claro es que esa evolución haya ido en la dirección adecuada, ya que en cualquier caso no se ha hecho como consecuencia de responderse a la pregunta ¿para qué vamos a evolucionar? ¿Qué es lo que pretendemos conseguir con esta evolución?
Considero más bien que la evolución propugnada no solo no ha respondido a esas preguntas de corte estratégico que pretenden un avance en los conceptos de docencia, sino más bien se ha propiciado un lavado de cara para inspirar modernidad y con ello, captación de alumnado.
Es cierto que la evolución tecnológica ya forma parte del ADN de la mayoría de escuelas; tarjetas de acceso personales, ordenadores, tabletas, etc, que impulsan un Campus Virtual que permite un acceso rápido e instantáneo a toda la información disponible para el alumno, eliminando con ello todo el papel y la burocracia que hasta ese momento existía. Ahora bien, ¿eso ha ido acompañado con un replanteamiento del método pedagógico?
La respuesta es ¡no! Se sigue manteniendo el sistema pedagógico de antaño, endulzado por la necesaria evolución tecnológica, lo que se viene a denominar la “cultura del Power Point”.
Cuando vemos que el método pedagógico está puesto en cuestión en las escuelas primarias, experimentándose avances considerables hacia modelos en donde el razonamiento y el desarrollo del talento empiezan a sustituir al aprendizaje sustentado en la memorización, en las Escuelas de negocio sigue imperando un sistema que ha avanzado muy poco desde sus orígenes.
Esto, entre otras cosas, ha sido propiciado por la mediocridad de sus directivos, y en eso sí que han sabido ponerse al día con la sociedad. Al igual que en los partidos políticos o en las universidades –por ejemplo-, no siempre promociona el que más valía tiene, sino el que mejor se sabe mover entre los resortes del poder. Lo mismo sucede en las Escuelas de negocio.
La mediocridad no es sinónimo de incompetencia, ni significa carecer de titulación, es simplemente ser del montón y desgraciadamente las Escuelas de negocio en eso no han sido una excepción.
Por otra parte, vemos una sociedad que pide más sin justificación alguna. Para optar a algún puesto de trabajo se ve con buenos ojos, cuando no se exige, tener un Master a fin de poder aspirar a más en el desarrollo profesional de cada uno y así tener un mayor reconocimiento social. Lo que se consigue con ello es equiparar en la ecuación la “titulitis” con el postureo tan en boga en las redes sociales.
Ante esa tendencia ¿han endurecido las Escuelas los requisitos para obtener el tan preciado Master? ¿Han sido más exigentes con el alumnado en su día a día? La respuesta es simple y llanamente ¡no! El alumno sigue siendo visto como una fuente de ingresos que sanee la actividad empresarial que toda escuela de negocios es.
Es cierto que el alumnado ha tenido que esforzarse más que antaño en su trabajo fin de master, ha tenido que documentarlo más y mejor. Es una realidad. Sin embargo, la cuestión no es esa (eso no deja de ser un equivalente a “aprender de memoria” en la enseñanza tradicional). La cuestión es ¿cómo y cuánto han cambiado en el alumno sus paradigmas empresariales con respecto a los que tenía cuando inició el Master?, ¿cómo y cuánto se ha reinventado para ser mejor profesional?, ¿en qué ha evolucionado su actitud -no aptitud- como persona? Esa es la auténtica medida del cambio que toda Escuela de negocios debe propulsar para proporcionar a la sociedad a la que sirve mejores profesionales, y eso, lamentablemente, hasta el momento, no se ha hecho.
Cuando acabé mi formación universitaria y empecé a trabajar en una conocida empresa metalúrgica que producía bienes de equipo, mi primer cometido estaba circunscrito al área de producción. Mientras desarrollaba una de las funciones que tenía asignadas ligada a la planificación y a la organización del trabajo, me di cuenta de que en la universidad apenas había adquirido conocimientos con respecto al puesto que estaba desempeñando.
En su primer momento, las Escuelas de negocio surgieron para suplir las carencias formativas de la formación tradicional, respondiendo a la exigencia del mundo empresarial, que lo exigía a gritos. Para ello fue necesario crear un contexto totalmente alejado del mundo universitario, donde el alumno se limitaba a tomar apuntes, mientras que el profesor o catedrático era el “santa sanctórum” dentro del aula.
Era preciso crear otro contexto con un ambiente de debate y de reflexión donde el alumno tuviera un papel bastante más relevante y el profesor adquiriera un papel mucho más plano, aunque siguiera teniendo autoridad como para discernir lo bueno de lo malo, lo útil de lo inútil, pudiendo dictar sentencia cuando fuera necesario
Para ello fue necesario construir una realidad mucho más cercana al mundo laboral, donde los errores y los aprendizajes supusieran unos costes contenidos. No era lo mismo equivocarte en un aula con tus compañeros que hacerlo en la empresa, donde ese error podía acarrear muchos perjuicios.
El primer requisito era que el profesional y futuro alumno reconociera su falta de competencia en aquello para lo que se le iba a formar. La segunda condición consistía en dejar atrás la mentalidad de “alumno universitario”. Se necesitaban personas que ya tuvieran instalado en su mente el chip del “profesional”. Los paradigmas de supeditación al profesor y/o catedrático debían estar absolutamente erradicados de su mente. El tercer y último requerimiento, era que el futuro alumno debía tener una actitud absolutamente abierta hacia la formación, con la humildad, honestidad y determinación necesarias para abandonar las creencias que pudieran dificultar su aprendizaje. Con estos mimbres y bajo estas premisas, las primeras Escuelas de negocio en este país empezaron a rodar allá por los años 70. Todo esto iba acompañado por un nivel de exigencia acorde a estos principios, de manera que no era raro llegar a ver que, en determinados programas, hasta el 30% del alumnado había sido “invitado” a abandonar el Master cuando el director del mismo se percataba de que el alumno no estaba por la labor de cumplir con los requisitos señalados. Por otra parte, el profesorado estaba sometido también a un nivel de exigencia acorde con estos postulados, de forma que quienes querían trabajar en las Escuelas no solo debían poseer una trayectoria profesional contrastada, sino que estaban obligados a escribir varios casos sustentados en sus propias experiencias profesionales, casos que luego tenían que ser analizados por los responsables institucionales y pasar el corte de calidad docente exigida. Posteriormente, se le pedía al futuro docente la defensa y exposición de los mismos ante una especie de tribunal, a fin de que demostrara no lo solo la idoneidad del mismo, sino su conocimiento y desenvoltura en la materia. Si superaba ese corte, se sometía a un periodo de formación en donde se le enseñaba a enseñar, recibiendo una formación muy práctica que luego él tenía que ser capaz de exponer ante sus compañeros y docentes. Si pasaba esta etapa, la siguiente criba tenía como fin saber cómo se comportaba en un ambiente real de docencia, para lo cual se le asignaba un módulo formativo de 4 horas en el que tenía que exponer y enseñar una materia. Esa prueba permitía a los responsables del Master tener un feedback fidedigno de la calidad del aspirante como docente. Esa prueba permitía a los responsables del Master tener un feedback fidedigno de la calidad del aspirante como docente. Esto se hacía consultando a determinados alumnos previamente seleccionados, de los que se tenía constancia de su objetividad e interés, sobre la calidad del aspirante a docente. Si la valoración obtenida era claramente positiva, el aspirante era considerado docente de pleno derecho y formaba parte del denominado “Claustro de profesores”. Así es como empecé a formar parte del mismo en 3 de las más exitosas Escuelas de Negocio de la Comunidad Valenciana hacia finales de la década de los 90. Los Masters eran evaluados por los alumnos como programa formativo en su conjunto, de forma mensual o incluso trimestral (en alguno de los casos), aunque el Director del Programa solía tener asiduamente charlas distendidas con determinados alumnos referentes, obteniendo de ellos una información que le permitía saber si el profesorado estaba a la altura de lo que se esperaba del programa formativo. Sin embargo, a principios de los 2000, aparecen signos de tensión tanto en las aulas como en las propias Escuelas, quienes se dieron cuenta del nicho de mercado que suponían los Masters, los cuales proporcionaban unas ganancias muy considerables. De esta forma, se empieza a ver al alumno no solo como alguien que hay que formar, sino también como una fuente de ingresos. Igualmente, el alumno empieza a exigir porque es él quien paga y como consecuencia de ello, comienzan a aparecer también las evaluaciones al profesorado. Esta medida coincidió con una mayor exigencia por parte del cuerpo docente al alumnado. De forma que la evaluación pasó de ser una mera evaluación final del alumno en cada uno de los bloques que se componía el Master, a una evaluación mucho más exigente. Así, abarcaba aspectos como la asistencia, los casos debatidos en las aulas y el respectivo caso de evaluación final de la asignatura correspondiente. Además, a esa evaluación se le añadían también aspectos actitudinales y de comportamiento, de forma que se permitiera tener una visión más completa del alumno en cuestión en cada uno de los Masters. Esto como principio era aceptable. Sin embargo, solía presentar muchos problemas en la práctica porque obligaba a enfrentarse de hecho a dos factores contrapuestos: el alumno como fuente de ingresos y el alumno como ser evaluable. Esto como principio era aceptable, pero en la práctica solía presentar muchos problemas porque obligaba a enfrentarse de hecho a dos factores contrapuestos: El alumno como fuente de ingresos y el alumno como ser evaluable. El resultado era y lo sigue siendo que muchos docentes se encontraban en medio de un fuego cruzado entre ambos intereses, eligiendo en muchos casos, el convertirse en buscadores del aplauso del aula más que estimuladores del interés por aprender, y alejándose con ello del axioma del buen maestro que dice así: “Me preocupa que tengan siempre presente que enseñar quiere decir mostrar, mostrar no es adoctrinar, es dar información, pero enseñando también, el método para razonar y cuestionar esa información. En mis más de 20 años como docente en programas Master Executive, he planteado en numerosas ocasiones a los respectivos Directores de los susodichos programas, la necesidad de medidas disciplinarias de diverso alcance a determinados alumnos que por su actitud, comportamiento, ejemplo, o falta de respeto, necesitaban un revulsivo, cuando no, su expulsión del programa. En ningún caso se hizo nada al respecto, porque como muy bien me dijo uno de esos Directores de Programa: — ¡Quico, no te olvides que esa clase que la conforman 28 alumnos, permiten unos ingresos cercanos al Millón de euros y como esa clase hay 5 más! Lo cierto es que esa realidad no permitía ver otra que caminaba pareja a ella y esta era que solamente el 30 o 40% del alumnado estaba dispuesto a aprender, a tener una actitud de aprendiz, mientras que el resto (60-70%) iban solamente para obtener el título, haciendo para ello lo mínimo exigible. Esta pregunta podía tener varias respuestas; podía ser el propio alumno, bien porque necesitara el titulo para promoción interna, bien para engrosar su currículo o bien simplemente porque quería ser más competente en determinadas áreas. La matrícula podía ser pagada también por la propia empresa donde el alumno estaba trabajando, bien porque formase parte de un Plan de Carrera del mismo, bien porque el alumno lo había solicitado de cara a mejorar sus competencias profesionales a cambio de otras contraprestaciones como unos determinados años de permanencia en la compañía u otros factores. Asimismo, la otra respuesta que solía aparecer era que el Master estaba pagado por los padres del alumno, simplemente porque este todavía no tenía los suficientes recursos como para permitirse abordar dicho proyecto. Estas respuestas condicionaban el interés real del alumno en la mayoría de los casos, como muy bien podemos deducir a poco que seamos medianamente avispados. Con respecto a la disposición de aprendizaje, quiero hacer una reflexión. Entiendo como disposición de aprendizaje a un estado que predispone a estar receptivo a nuevos planteamientos y a cuestionarse los que en ese momento dominen el proceder actual de cada uno. Recuerdo que cuando hice el MBA a mediados de los años 70, tuve un excelente profesor que se llamaba Ruiz Duran y que impartía “Planificación estratégica de la empresa”. En ella empezamos a trabajar en el aula bajo la reciente (por entonces) metodología del caso, que consistía–a modo de resumen- en sumergirnos en una situación real vivida en una empresa a fin de debatir sobre ella, y con ello indagar posibles soluciones que en la misma se pudiesen aplicar. Según su entender, nos contó que esa metodología nos permitía conocer y debatir sobre una situación real vivida en una compañía, también nos permitía aprender a trabajar en equipo, a escucharnos y un largo etcétera de cuestiones ampliamente aplicables al terreno profesional. Sin embargo, lo que realmente buscaba esa metodología es que al final de la clase saliéramos por la puerta del aula diciéndonos en nuestro interior: ¡qué burro he sido! Para el profesor ese diálogo interno tenía un valor máximo porque permitía al alumno contrastar su propio planteamiento de solución ante el problema con los planteamientos de sus compañeros. De esta esta manera, este proceso le había permitido al alumno escuchar a otros estudiantes y enriquecerse con los planteamientos de estos (siempre que tuviera la suficiente humildad para aceptar la validez de lo expuesto por el resto). Y esa actitud humilde ante las soluciones de los demás era según el profesor la mayor fuente de sabiduría, el principio del verdadero aprendizaje. Recuerdo una situación que viví dando clase en el módulo de Producción del MBA Executive en Esic Valencia. Al final del módulo había que resolver un caso en el que se plasmaba una situación en una empresa que tenía serios problemas de producción que le impedían servir los pedidos que tenía en cartera. Se le pedía al alumno que analizara la situación como CEO de esa empresa, que hiciera un planteamiento que permitiera resolver los problemas y, sobre todo, que realizara un plan de cómo exponérselo al dueño de la empresa, que es quien le había contratado para resolver esta problemática. Este caso era evaluable y tenía que ser resuelto a título individual. Recuerdo especialmente a un alumno, que en ese momento era el Director de Producción de una conocida compañía valenciana que hizo un planteamiento como director de producción (que es lo que realmente él era), sin considerar otros aspectos relacionados con las finanzas, con el área comercial o de personal, que también influían en dicha situación, planteando un plan de acción repleto de términos técnicos difícilmente entendibles, amén de un sin fin de anglicismos y demás términos desconocidos para cualquiera que no fuera un experto en la materia, y todo ello aderezado por un olvido clamoroso del planteamiento al dueño que es quien le había contratado. Al no superar el corte establecido para el trabajo, solicitó una revisión del mismo. En dicha revisión le argumenté que:
Traten de dejar sus posiciones en el pasillo antes de entrar en el aula. No impongan y no busquen que los alumnos estudien de memoria, eso no sirve, lo que se mejora por la fuerza es rechazado y en poco tiempo se olvida. Ningún alumno será mejor por saber de memoria el año tal o cual formula o método.
Hay una misión, o un mandato que quiero que cumplan. Es una misión que nadie les ha encomendado pero que yo espero que ustedes como maestros se la impongan a sí mismos.
“Despierten en los alumnos la consciencia y responsabilidad por la lucidez sin límites”.
Estos números estaban estrechamente relacionados con otros factores que tenían que ver con responder a una pregunta muy simple: ¿Quién pagaba la matricula del alumno? …
No hubo forma que abandonara su paradigma de Director de Producción, por lo que quedó constatada que su disposición a aprender algo nuevo (que él estaba claro que no sabía) era absolutamente nula.
Igualmente, recuerdo otra situación vivida. En un MBA desarrollamos una experiencia sobre lo que significaba trabajar en equipo, para lo cual y una vez explicados los conceptos básicos al respecto de la prueba, pasamos a desarrollar la misma en varias etapas con 4 alumnos voluntarios. La prueba, que solo se podía superar haciendo un excelente trabajo en equipo, consistía en sincronizar una serie de acciones entre los voluntarios a lo largo de las 4 etapas. Si conseguían la adecuada sincronización, conseguían mantener un equilibrio corporal y, con ello, superar la prueba.
Cuando finalizó la misma, debatimos las observaciones y aprendizajes efectuados tanto por los implicados como por los espectadores. Las aportaciones fueron muy enriquecedoras e instructivas. Sin embargo, cuando uno de los alumnos tuvo que hacer su aportación, manifestó que “él no había pagado la matrícula de un Master por ver hacer juegos malabares más propios de un circo que de una escuela de negocios”. La reflexión que le expusimos entre todos fue que para efectuar un buen trabajo en equipo es evidente que hay una metodología y pasos que hay que respetar y tener en cuenta. Sin embargo, hay también un fuerte componente de emocionalidad que hay que saber manejar a fin de mantenerse en los retos. No obstante, esta persona se mostró en todo momento obcecado y cerrado ante todo lo que tuviera que ver con la parte emocional en la gestión de equipos, simplemente no estaba dispuesto a escucharlo, ni por supuesto a aprenderlo.
Estos ejemplos nos llevan a la situación que anteriormente he expuesto: ¿Cómo resolver la ecuación entre exigencia hacia al alumno y ver a los alumnos como fuente de ingresos?
Evidentemente, las Escuelas de Negocios han evolucionado a lo largo de los años por la necesidad imperiosa de ponerse a la par con la sociedad actual en la que se tienen que mover. Lo que no tengo tan claro es que esa evolución haya ido en la dirección adecuada, ya que en cualquier caso no se ha hecho como consecuencia de responderse a la pregunta ¿para qué vamos a evolucionar? ¿Qué es lo que pretendemos conseguir con esta evolución?
Considero más bien que la evolución propugnada no solo no ha respondido a esas preguntas de corte estratégico que pretenden un avance en los conceptos de docencia, sino más bien se ha propiciado un lavado de cara para inspirar modernidad y con ello, captación de alumnado.
Es cierto que la evolución tecnológica ya forma parte del ADN de la mayoría de escuelas; tarjetas de acceso personales, ordenadores, tabletas, etc, que impulsan un Campus Virtual que permite un acceso rápido e instantáneo a toda la información disponible para el alumno, eliminando con ello todo el papel y la burocracia que hasta ese momento existía. Ahora bien, ¿eso ha ido acompañado con un replanteamiento del método pedagógico?
La respuesta es ¡no! Se sigue manteniendo el sistema pedagógico de antaño, endulzado por la necesaria evolución tecnológica, lo que se viene a denominar la “cultura del Power Point”.
Cuando vemos que el método pedagógico está puesto en cuestión en las escuelas primarias, experimentándose avances considerables hacia modelos en donde el razonamiento y el desarrollo del talento empiezan a sustituir al aprendizaje sustentado en la memorización, en las Escuelas de negocio sigue imperando un sistema que ha avanzado muy poco desde sus orígenes.
Esto, entre otras cosas, ha sido propiciado por la mediocridad de sus directivos, y en eso sí que han sabido ponerse al día con la sociedad. Al igual que en los partidos políticos o en las universidades –por ejemplo-, no siempre promociona el que más valía tiene, sino el que mejor se sabe mover entre los resortes del poder. Lo mismo sucede en las Escuelas de negocio.
La mediocridad no es sinónimo de incompetencia, ni significa carecer de titulación, es simplemente ser del montón y desgraciadamente las Escuelas de negocio en eso no han sido una excepción.
Por otra parte, vemos una sociedad que pide más sin justificación alguna. Para optar a algún puesto de trabajo se ve con buenos ojos, cuando no se exige, tener un Master a fin de poder aspirar a más en el desarrollo profesional de cada uno y así tener un mayor reconocimiento social. Lo que se consigue con ello es equiparar en la ecuación la “titulitis” con el postureo tan en boga en las redes sociales.
Ante esa tendencia ¿han endurecido las Escuelas los requisitos para obtener el tan preciado Master? ¿Han sido más exigentes con el alumnado en su día a día? La respuesta es simple y llanamente ¡no! El alumno sigue siendo visto como una fuente de ingresos que sanee la actividad empresarial que toda escuela de negocios es.
Es cierto que el alumnado ha tenido que esforzarse más que antaño en su trabajo fin de master, ha tenido que documentarlo más y mejor. Es una realidad. Sin embargo, la cuestión no es esa (eso no deja de ser un equivalente a “aprender de memoria” en la enseñanza tradicional). La cuestión es ¿cómo y cuánto han cambiado en el alumno sus paradigmas empresariales con respecto a los que tenía cuando inició el Master?, ¿cómo y cuánto se ha reinventado para ser mejor profesional?, ¿en qué ha evolucionado su actitud -no aptitud- como persona? Esa es la auténtica medida del cambio que toda Escuela de negocios debe propulsar para proporcionar a la sociedad a la que sirve mejores profesionales, y eso, lamentablemente, hasta el momento, no se ha hecho.